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¿Y si estamos bien, pero no nos damos cuenta?

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¿Y si hoy somos felices y no nos damos cuenta? ¿Cuáles son nuestras preocupaciones?
¿Son realmente problemas? Hacernos estas preguntas puede redimensionar nuestro presente y ayudarnos a tomar nueva fuerza. Por Natalia Carcavallo


¿Y si somos felices y no nos damos cuenta? Parece una pregunta demasiado provocativa para los tiempos que vivimos, pero los contextos más desafiantes son los que nos llevan a sacar lo mejor de nosotros, a contactar con dones y talentos que no sabíamos que teníamos y a que emerja en nosotros una fuerza inesperada.
Las experiencias restrictivas y dolorosas en las que la vida parece empujarnos al límite son en las que más necesitamos poner todo lo que somos a funcionar.

Por eso, hoy me atrevo a compartir esta pregunta que siempre me rescata del sinsentido, me reconecta con lo que sí está bien en la vida y me ayuda a tomar una perspectiva reparadora y más justa.

Tener bienestar, facilitación y fuerza para crear mejores futuros posibles sin darme cuenta de ello es uno de los miedos que aún me constituyen.

Cuando perdemos la conciencia de todo lo que sí funciona y de aquellos desafíos ganados que nos han traído hasta aquí, perdernos la posibilidad de disfrutar y de conectar con lo que sí tenemos, lo que sí somos.



Si estos son mis problemas de hoy, estamos bien

Suelo despertarme cada mañana y antes de abrir los ojos, en ese estado intermedio en el que aún me tengo que volver a habitar, repaso mentalmente todo lo que está bien en mi vida. Me ayuda, me ordena, me da un contexto y alivia alguna sensación de desasosiego que todavía llevo en mí.

Acto seguido aparecen los temas del día, las tareas, los pendientes y aquello que necesito resolver. Tengo entrenada una respuesta interna a todo ello:
“Si estos son mis problemas, estamos bien”.



Lo aprendí por las malas. Esas lecciones se me hicieron carne a lo largo de algunos años de experimentar situaciones dolorosas en las que el tiempo y las circunstancias nos enfrentaban al límite entre la vida y la muerte.

Sin abundar en detalles ni en descripciones dramáticas, por más que así lo fueran, llevo esas experiencias siempre conmigo. No me vuelvo a traumatizar al recordarlas.


A medida que el tiempo fue pasando y con mucho trabajo interno, cada una de esas situaciones se fue reconfigurando y se desplegaron de a poco un sinfín de aprendizajes para mí y para todos los que la vivimos. Tenerlas presentes ahora, me ayuda a tomar una mejor perspectiva de este día.

Levantarme agobiada por un exceso de cosas para resolver, peleándome mentalmente con un jefe abusivo, atendiendo microproblemas de egos, de roles de equipos, de un invitado que cancelaba, de un rating que había bajado 0,2 y de una publicación que no había salido en el horario indicado era lo habitual .


De pronto, mi hija tenía una crisis de salud y camino al sanatorio, esquivando autos e intentando hackear el tiempo que nos jugaba en contra, aún tenía espacio mental para darme cuenta de que todas esas preocupaciones que tanto me pesaban se habían esfumado por arte de magia. Nada de eso era importante. 

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No nos damos cuenta…

¿Cómo le había hecho un lugar tan grande y tan pesado dentro de mí?
Eso era un problema, una preocupación, algo que merecía mi alerta, mi angustia y mi fuerza.

Aprender a relativizar los problemas parece un lugar común y una enseñanza simple, pero no lo es. Requiere una práctica cotidiana que se fortalece cuando podemos hacer pie en los momentos en que estamos bien. Dimensionar lo que tenemos que resolver y darle la cuota de energía emocional y de estrés acorde, es fundamental.

Muchos de nosotros las tuvimos. Ofrendo esta esquiva y suave descripción de una de mis escenas más tremendas para que cada uno pueda recordar las propias.

Si en la vida que me habita hoy, no honro lo aprendido y hago todo lo posible por agradecer este presente, aquellos tiempos difíciles fueron en vano.

La práctica necesita ser constante, es un acto sagrado de mi interior que permite que aquellas experiencias tenga un sentido trascendente, de evolución y que me obliguen a tomar la vida con la mayor plenitud posible.
Por eso me atrevo a compartir preguntas que parecen tan a destiempo:

La lista de deseos versus la lista de agradecimientos

Pensando sobre esto, recordé que hace muchos años, unos meses antes de que iniciara la pandemia, publicaba una nota llamada “La lista de los deseos versus la lista de los agradecimientos”.
Era una propuesta en la que sugería que quizás era mejor para todos y todas nosotras, conectar con el fin de año, agradeciendo lo que sí teníamos, lo que estaba bien en nuestras vidas y los estados de micro felicidad a los que podíamos acceder de los que quizás no éramos conscientes. Unos meses después, la mayoría de nosotros, los vimos en perspectiva cuando muchos de ellos se nos cancelaron sin preaviso.

En esa publicación, contaba una historia antigua con una enseñanza que sigue vigente.

“La adicción al dolor, a la pena y a la negatividad es otro virus tan destructivo como el del deseo. Hay grupos de personas que padecen lo que se conoce como el complejo de Tánalo. Están rodeados de abundancia, pero no pueden disfrutarla.
Por ignorancia, ceguera o insensatez se privan de poder tomar todo lo bueno que tienen al alcance de la mano.”

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Photo by GDJ on Pixabay

El suplicio de Tántalo

El suplicio de Tánalo es una expresión que viene de un antiguo mito griego.
Cuenta el castigo que tuvo que sufrir el hijo de Zeus por haber querido engañar a los dioses. 

Tánalo gozaba de privilegios y pertenecía al Olimpo sin ser un dios. 
Abusando de sus prerrogativas y de ser un elegido, robó, contó secretos y mintió.
En su soberbia, pretendió engañar a los dioses que tan bien considerado lo tenían y puso a prueba sus dones.

Mató a uno de sus hijos y lo sirvió como banquete.
Los dioses se dieron cuenta y lo condenaron a sufrir hambre y sed eternamente en medio de la abundancia.

Fue sumergido hasta la barbilla en un lago, bajo árboles cargados de frutos. El agua huía cuando él quería beber y las ramas de los árboles se levantaban cuando intentaba comer una fruta.

Muchas personas eligen vivir en una frecuencia de carencia.


No importa cuánto ni qué posean. Con una compulsión difícil de reconocer, transitan su vida señalando lo que está mal, lo que debería estar mejor y sufren por aquello que podría haber sido. Miran el jardín ajeno creyendo que sus pastos son siempre más verdes.
Eso daña, corrompe, deprime y anula.
Permitir que crezca la envidia, el rencor, la insatisfacción y esa idea implantada de que no somos suficientes, lo contamina todo, porque ¿cuándo es suficiente?

La posibilidad de apreciar todo lo que sí tenemos, lo que está bien en nuestra vida y volver a sentirnos agradecidos por lo que somos y por lo que pudimos recuperar, quizás nos regrese la fuerza para crear un mejor destino posible.

Que así sea.

Natalia Carcavallo
wetoker.com

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